viernes, 26 de febrero de 2010

Zapata, el irreductible: modesto albañil y plomero de raza negra


La “Esquina Caliente” le dicen los habaneros a un recodo del Parque Central donde tienen lugar acaloradas discusiones sobre béisbol. Algunos la consideran el único espacio de discusión democrática que sobrevive en la isla, siempre y cuando los ardientes polemistas no se salgan del tema deportivo.

Ese fue el lugar que escogió Orlando Zapata Tamayo, miembro del Movimiento Alternativo Republicano (un pequeño grupo disidente, de orientación pacífica, fundado en 2002) para quejarse de “lo mala que estaba la cosa”. El mismo día, 6 de diciembre del 2002, dos agentes de la policía política lo detuvieron y algunas horas después le impusieron cargos de desacato, desorden público y desobediencia.

Zapata Tamayo estuvo recluido varios meses en la prisión de máxima seguridad de Guanajay, en las afueras de la Habana, de donde salió en libertad condicional el 7 de marzo del 2003.

Ni siquiera sus compañeros de disidencia se explican cómo, en tal estatus jurídico, este modesto albañil y plomero de raza negra sacó valor para participar ese mismo mes en un ayuno junto a Martha Beatriz Roque y cuatro activistas que denunciaban la situación de Oscar Elías Biscet y otros presos políticos. Al estar encausado, Zapata hubiera podido invocar la posible revocación de ese beneficio para rehuir su asistencia. Pero actuó por convicción, y la llamada Primavera Negra se cobró así una nueva víctima.

Zapata fue enjuiciado el 18 de mayo de 2004 y condenado a 3 años de prisión. Empezó entonces un largo calvario, una historia que me gustaría darme el lujo de contar en detalle, y que podría seguirse como un filme trepidante (subgénero “prisión”) si no fuera porque Hollywood casi siempre prefiere los guiones con final feliz.

Atendamos, primero, al protagonista, nacido un 15 de mayo de 1967, año oficialmente bautizado como “del Vietnam Heroico”, en Banes, un poblado del oriente de la isla donde ahora mismo lo están enterrando. Banes fue, por cierto, el pueblo donde nació Fulgencio Batista, y la casa del hacendado más rico de la región es ahora la sede municipal del Partido Comunista.

La madre Reina, alguien de gran voluntad y escasa instrucción; Rogelio, un padre ausente; un padrastro que asumió su crianza, una familia numerosa (era el segundo de cinco hermanos)… son apenas algunos datos de la atmósfera que rodeó una infancia difícil. Como albañil, Zapata Tamayo se instaló en La Habana y allí le tocó sufrir la marginación del emigrado (sin permiso) que deja las provincias orientales para tratar de sobrevivir en la capital.

Tal vez todo eso tuvo algo que ver en su decisión de convertirse en opositor, en un país donde los disidentes son considerados, de forma automática, unos apestados sociales.

De Zapata Tamayo hay pocas fotos: una en blanco y negro, formato carnet; otra, colectiva, del ayuno que le costó su ingreso en prisión, donde ni siquiera aparece mirando a la cámara. Su calvario en las prisiones del sistema penitenciario cubano está, sin embargo, muy bien documentado y vale la pena repasarlo para que sirva como ilustración de un mundo de horrores del que apenas se habla en los principales medios de prensa.

Lo primero que llama la atención es la cantidad de prisiones por las que pasó a lo largo de estos 7 años. Esto se “explica” (y aquí el eufemismo raya lo indigno) con el argumento de que Zapata era un preso “problemático”, contestón, rebelde. (No por gusto la palabra que designa al bocón imprudente en el argot cubano es “arresta’o”). Aunque todos sus compañeros de la disidencia coinciden en que se trataba de alguien amable, risueño y de pocas palabras, en la cárcel Zapata mostró un valor inusual y enseñó sistemáticamente un perfil indócil, animado por la convicción de esos obcecados que están decididos a no permitir que las autoridades “les metan el pie” o los “bajeen”. Comportamiento psicológico muy semejante al de aquellos comunistas de la abortada Revolución del 30 contra Machado, o al de los miembros del Directorio Revolucionario en la Habana de los 50. (Aunque vale la pena precisar, como han hecho Enrique del Risco y Luis Manuel García, la diferencia entre aquella exitosa huelga de hambre de tres semanas que protagonizó el líder comunista Julio Antonio Mella en diciembre de 1925 y los 85 días de huelga de Zapata, que han terminado en ese cadáver escandaloso donde pudieron verse las marcas de las tonfas que usan policías y carceleros.)

Volvamos a la historia, que en este caso no es volver a un carnero.

Los tres años de prisión con que Zapata Tamayo salió de la Primavera Negra parecían poca cosa comparados con las penas de sus compañeros. Pero la pasión política y una vocación que algunos definen como “estoica” desembocaron en actos posteriores de protesta carcelaria —que elevaron su pena hasta 36 años.

Cumplió condena, primero, en la penitenciaría de Guanajay. En abril del 2004 peleó con el director del penal al reclamar la devolución de unas revistas incautadas durante una requisa. Los guardias lo esposaron y le propinaron una golpiza que le causó múltiples heridas en el rostro y la dentadura.

Poco después, delante de su madre, el director del penal, el coronel del MININT Wilfredo Velázquez Domínguez, volvió a golpear al preso, que fue recluido en la celda de castigo conocida como “La Torre”.

El 15 de enero del 2005 Zapata fue trasladado a la prisión de Taco-Taco, en la provincia de Pinar del Río, donde hizo su primera huelga de hambre.

Por esa fecha, un diputado francés, Thierry Mariani, que había sido nombrado “padrino” del preso cubano a través de mecanismos internacionales de solidaridad, se dirigió a Jacques Chirac, presidente de la República Francesa, a Michel Barnier, Ministro de Relaciones Exteriores de Francia y a René Mujica, encargado de negocios de la embajada de Cuba en París, para expresar su preocupación por el estado de salud de Zapata. Fue el primero de una larga serie de comunicados públicos sobre este caso espeluznante. Ninguno ha servido de nada.

Desde el 2005 Zapata comenzó a comportarse como un “plantado”, uno de esos presos que se niegan a vestirse como el resto de los convictos comunes y exigen ser tratados como prisioneros políticos. Uno más en la tradición de Mario Chanes de Armas y tantos otros que convirtieron un gesto moral en movimiento de protesta carcelaria. Ello le costó el segundo de los siete juicios a los que fue sometido en vida. En ninguno se permitió la presencia de familiares durante las vistas orales ni hubo derecho a una real defensa.

Una descripción prolija de las humillaciones y los horrores de ese autonominado “sistema reeducativo” que ha terminado cobrándose esta vida disidente sería poco menos que interminable. Pero no quiero escatimar los nombres de varios miserables —y eso que se trata de una historia llena de miserables.

Todas las veces que Zapata fue trasladado de prisión las autoridades ni siquiera se tomaron el trabajo de avisar a su madre. Ella se enteraba al llegar, luego de viajar con dificultad hasta las cárceles llevando a su hijo bolsas de comida que en más de una ocasión le fueron confiscadas y que casi le cuestan una denuncia por “apropiación indebida”. Galletas, leche en polvo, cosas de esas… En julio del 2007, cuando regresaba a Holguín después de la visita en Camaguey, Reina sufrió un accidente de carretera. Dos costillas le dañaron un pulmón, y tuvo que ser operada de urgencia.

Ya en la prisió de Holguín, Zapata Tamayo se convirtió en la víctima preferida de una especie de ralea humana o versión tropical de los urkas del GULAG staliniano: presos-sicarios que a cambio de visitas, pabellones y rebaja de condena le hacen el trabajo sucio a los carceleros y se dedican a golpear e intimidar por encargo a los presos políticos.

La golpiza más importante que sufrió Zapata tuvo lugar el 21 de marzo de 2008. Poco después, el 26 de julio de 2008, dos reos comunes, uno de Mayarí, y otro llamado Roberto González, alias “El Potrico”, le tiraron 10 cubos de agua en la celda y le pegaron con un palo de escoba. Como pago por el atropello, los militares beneficiaron a “El Potrico” con un pabellón matrimonial de 72 horas.

El último año de su vida fue el peor. El viernes 15 de mayo del 2009, acusado de “desacato y desórdenes en establecimientos penitenciarios”, le agregaron 10 años a la pena ya acrecentada.

En octubre de 2009 varios militares de la prisión provincial de Holguín le dieron otra golpiza, que incluyó una fuerte patada en la cabeza. Ese golpe acabó provocándole un hematoma interno, que hubo que operar.

El 3 de diciembre de 2009, tras serle confiscados los únicos alimentos que había decidido comer en cautiverio, Zapata comenzó una nueva huelga de hambre en la prisión Kilo 8 de Camagüey, reclamando “los mismos privilegios que Fulgencio Batista le dio a Fidel Castro cuando estuvo preso en el presidio Modelo”.

Encerrado en solitario, las autoridades lo privaron de agua durante 18 días, lo que le ocasionó un fallo renal.

A mediados de febrero, mientras agonizaba tras más de setenta días de huelga de hambre, fue trasladado al hospital de la Prisión Combinado del Este en La Habana, en el que, según han declarado varios ex presos, no había las condiciones para un trato adecuado.

Zapata Tamayo falleció el 23 de febrero, pasadas las 15 horas, en el hospital Hermanos Ameijeiras, donde había sido ingresado la noche anterior, cuando su defunción ya era inminente. Fue llevado a morir, y ni siquiera en esa circunstancia la policía política se privó del escarnio. Según la madre, un oficial bromeó: “Les tengo una noticia buena y una mala: la buena es que está en el Hospital Ameijeiras; la mala es que se está muriendo”.

No fue un invicto, a la manera de los presos ilustres que la prensa gusta de biografiarnos. Su historia no es la del libertario que consigue ver cumplidos sus ideales. Pero ese hombre que ahora están enterrando en el cementerio de La Güira representa algo superior en una escala moral que se acerca demasiado al martirologio. Un irreductible.

Ernesto Hernández Busto
Barcelona

*Una primera versión de este artículo, sin enlaces y reducida a las inevitables 1300 palabras de la sección “La cuarta página”, se publica hoy en El País.

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