jueves, 1 de abril de 2010

Bata blanca se ha convertido en grillete de médicos cubanos



Yoani Sánchez
Esta no es la crónica de una mujer que logra escaparse del esposo abusador ni la historia del adolescente que se les escurre a unos padres autoritarios.
El título refiere a otro proceso de emancipación, a ese permiso –engorroso y feudal– que deben pedir los doctores, enfermeras y farmacéuticos para viajar fuera de esta Isla.
Bajo el significativo nombre de “liberación”, existe un procedimiento obligatorio que los trabajadores de Salud Pública deben cumplimentar ya sea para una salida temporal o definitiva.
En el expediente del posible viajero se incluye si éste posee casa o auto propios, pues el Estado los confiscará si no vuelve antes de los 11 meses.
El trámite pasa por numerosos niveles de autorización que pueden demorar un año o una década. Muchos nunca reciben respuesta.
Mario atendía a los pacientes en una consulta especializada y comenzó a ser mirado como un desertor cuando anunció el deseo de reunificarse con su familia al otro lado del mar.
De inmediato lo castigaron a ocupar una plaza de médico general en un cuerpo de guardia bien alejado de su casa.
Le recordaban cada día que aquel título que colgaba de una pared de su sala se lo había dado esa Revolución que ahora él traicionaba.
Tragando en seco soporto cinco años de coser puñaladas e indagar por ese salvoconducto –para abandonar el país– que el ministro de su ramo aún no le había firmado.
“Tenemos muchos casos, no damos abasto” le repetía la secretaria y su esposa exiliada rompía a llorar por la línea telefónica, cuando él se lo contaba. Sus hijos, mientras tanto, crecían sin padre en algún lugar distante.
En medio de la impotencia, Mario llegó a reprocharle a su mamá el haberlo aupado a estudiar medicina.
“Por qué no me advertiste”, le gritó una tarde en que ya no pudo más con aquella bata blanca que se había convertido en su grillete.
Para cuando le permitieron abordar el avión, un círculo de calvicie se delineaba en el centro de su cabeza y un tic nervioso se había apoderado de sus manos.
A quien le dieron la bienvenida en un aeropuerto lejano, no fue al emprendedor ortopédico de años atrás, sino a alguien decidido a separarse de los hospitales.
El angustioso proceso de “liberación” le había quitado los deseos de arreglar una rodilla o corregir un tobillo; no dejaba de pensar que aquella profesión lo había separado de su familia.